suicidio
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Cambié la pecera de lugar.
Junto a la ventana del baño.
Y desde allí él miraba, esperaba...
Mientras, aproveché para darme una ducha.
Deslicé mi pie en la tina.
Ese día el pez había amanecido contento.
Soltaba burbujas.
Busqué el shampoo.
Un chasquido en el agua de la bañera.
El pez había saltado.
Las burbujas -de su respiración, no del jabón- empezaron a multiplicarse.
El pez se había suicidado.
Pensé seriamente en las razones.
No encontré otra.
Buscaba el mar.
La espuma del mar.
Por lo menos llegaría limpio al cielo (¿mar?) de los peces.
Una especie de confesión.
Puede ser.
Nadie sabe a ciencia cierta que pasa por la cabeza de un pez para tomar ese tipo de decisiones.
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