miércoles, marzo 09, 2005

Marina

M a r i n a
Balada para una niña triste



Apareció a la mitad de la noche
con un vestido de flores pardas
y canastilla de mimbre gris.
Era la niña, (¡niña!)
de quietud disuelta en inocencia.
Me hizo una pregunta:

¿Qué es la muerte?

Sonreía mientras sus párpados caían como granos finos
de un reloj de arena

¿Sabes?

Dios... permíteme un espejo. O una pista de carreras
para fugarme...

¿Qué es la muerte?

Insistía la niña (¡ñiña!) mientras mi respuesta
se petrificaba en un instante. En una mirada.
Visión y reflejo
de pequeños ojos tristes perdidos en la noche.

¡No me hagas esto, niña (niña)
Falta tan poco para despertar...

¿Sabes?

¿Puede una mujer que se dice autosuficiente, excéntrica, celosa y
con poca imaginación contestar algo que valga realmente la pena?

No le pude sostener la mirada.
Sus ojos de almendra se volvieron mares
como su nombre.
La niña llora. (Eran cristales de luna)
Porque no supe que decir...

Nada sé, pero quiero decirte -si de algún consuelo te sirve niña, (¿niña?)- que si una vez llego a saberlo, serás la primera a quien avise.
¿La primera?

Sí. Muy temprano. De madrugada, antes del primer rayo de luz. Tal vez susurre en tu oreja...

¡Me gustan los susurros!

Lo sé...
No lo sabía, pero sabía...
La niña (¡niña!) secó manantiales
y amarró a mi cuello sus brazos.
Qué dulce era aquello...
(Espejo nocturno, reflejo de espejo)
Tomó su cestillo y se fue regalándome su espalda.

Y tras el viaje despertó.
Con el sabor azul de una sombra en la mirada.

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